Se lo hice notar a Alicia y pasamos la tarde leyendo.
En una de esas hojas amarillas por el tiempo, en letra armoniosa y cultivada, provocó mi emoción este escrito que les ofrezco...
Caminas por la vereda derramando la lisura y el menudo pie te lleva rauda hacia ese templo de la danza que hay en Belgrano.
Cuando yo duerma, tú estarás distendiendo el torso, elevando los brazos, alzando las piernas.
Mientras, mi otra alma porteña se desplegará avizorando sobre los tejados de Buenos Aires, y se posará en un árbol frondoso de la calle Guatemala.
Con ojos de ave nocturna, con la agudeza que da la devoción, doblará la esquina de la manzana pareja y se abatirá sobre una cornisa de piedra blanca antigua, en la vereda de enfrente, aquella que un Borges adolescente miró por última vez antes de embarcar hacia Europa.
Volvió y ya nada era igual.
Porque él tampoco era el mismo que un día fue, cuando atisbó a través de los cristales grasientos de un galpón rosado el centelleo de un cuchillo, en puño de un compadrito resentido y duro.
Luego el retorno al café, embebida de tango y de garúa.
Y apareces en el umbral, con el bolso terciado en bandolera. Llueve.
Werther